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  • Marqués de Esquilache / Fotos: Marqués de

CANNARELATOS DEL MARQUÉS #1: ROJO LIBANÉS

Este reportaje (texto y fotos) fue hecho en 1991, en plena guerra civil en el Líbano. El secuestro de periodistas occidentales era entonces una de las grandes fuentes de financiación de Hezbollah (el partido de Alá). Pero dejemos que nos lo cuente el mismo Javier en primera persona.


Era una abrasadora tarde de finales de agosto en Madrid. Tenía la cabeza embotada por las altísimas temperaturas y mi hipotálamo estaba inmerso en un coctail de aburrimiento y apatía. Desganado, me puse a ojear el diario El País, concretamente la sección internacional. Una noticia breve captó mi atención por encima de todo lo demás. No era nada especial dadas las circunstancias, pero a mí siempre me fascinó la política internacional y concretamente todo lo referente a Oriente Medio. Si Wall Street es el bolsillo del mundo, Jerusalén es el corazón. Desde hace más de 2000 años los seres humanos llevan matándose por la posesión de esta plaza, vital para las tres religiones monoteístas.


Ni siquiera recuerdo qué noticia me puso en marcha ya que, en el fondo, cualquier excusa me servía. Y por otra parte, hacía tiempo que había escuchado leyendas sobre el mítico rojo libanés. Quiso el azar que un mes antes se había presentado en mi casa un joven libanés que venía a estudiar a España huyendo del genocidio cainita que asolaba su país. Un amigo mío le había dado mi dirección y yo era su único referente en España. Nos hicimos amigos desde el minuto uno y de hecho lo seguimos siendo.


Mi vena reportera se disparó y de inmediato le llamé. “¿No tendrás por casualidad algún contacto para entrar en el valle de la Bekaa?” –le pregunté con pocas esperanzas. “Un íntimo amigo mío trabaja allí como conductor de una ambulancia de la Luna Roja…” – me contestó. La Luna roja es el equivalente musulmán de la Cruz Roja. Y por lo tanto, son de los pocos que tienen acceso a todos los lugares conflictivos.


El valle de la Bekaa era el centro de cultivo de las plantaciones de cannabis del Líbano y, aunque la zona es de mayoría cristiana, la realidad era que militarmente estaba controlada por los barbudos de Hezbollah, quienes cobraban un diezmo de la producción a los campesinos para financiarse en su guerra santa contra los infieles. Puede parecer paradójico; pero es que en esta zona del planeta todo es paradójico y la política y la guerra hacen extraños aliados…


Al día siguiente aterrizaba en el aeropuerto de Beirut. Tuve la suerte de llegar en medio de una frágil tregua entre cristianos y musulmanes así que cogí un taxi que me llevó directamente al hotel Confort, sede de los reporteros que cubríamos la zona. Un pequeño hotelito que más bien parecía un queso gruyere repleto de agujeros de los morteros de 240 milímetros lanzados por las tropas sirias desde Beirut este. Ninguna habitación tenía una sola ventana con los cristales intactos y el bar era el refugio cada vez que los sirios comenzaban a atacar. Como mera anécdota contaré que todas las convenciones internacionales prohíben el uso de morteros de 240 mm contra población civil dado su enorme potencial destructivo. Pero eso a las tropas sirias les importaba poco. De hecho, fue un pedazo de metralla de estos “petardos” lo que acabó con la vida de nuestro embajador: Perico Arístegui.


Yo ya tenía mi plan diseñado. Mi excusa para visitar la zona era hacer un reportaje sobre una monja española que llevaba allí desde hacía 40 años y que se había negado a abandonar a sus feligreses a pesar de la guerra. Era mentira; la pobre mujer había salido huyendo despavorida de allí un par de años antes. Pero eso lo sabía yo; no la “muhabarrak”, la policía secreta del régimen, famosa por su crueldad y eficacia.


Tan pronto dejé mis bolsas en mi habitación, bajé al bar. Inmediatamente vino a visitarme el propietario: Antoine , un viejo zorro cristiano que sabía más que nadie del conflicto y una de las pocas personas de las que podía fiarme en aquel nido de inteligencia y contrainteligencia entre los cristianos maronitas y los fundamentalistas sirios e iraníes que habían invadido casi todo el país. Y cuando escribo “fiarme” me refiero a su criterio, no a su lealtad…


Apenas había terminado mi tercer vodka ruso cuando me preguntó qué cojones hacía ahí. Le conté la historia de la monja española. Me miró como mira un padre a un hijo descarriado antes de responderme. “Estás loco…Si no te mata la muhabarrak te secuestrarán los de Hezbollah…” – sentenció contundentemente. “¿Quién se va a crer esa chorrada de la monja española?”. Por si aquello no fuera suficiente añadió: “ Dadas las circunstancias tengo que pedirle que pague todas sus deudas antes de partir a la Bekaa…” Normalmente yo tenía cierto crédito en el hotel Confort pero en esa ocasión el viejo zorro optó por cancelar mis prebendas de momento. Me quedé horrorizado. El caso es que no tenía ningún plan B. Me consolé pensando que el viejo Antoine era mucho más zorro que cualquier muhabarrak. Tengo que reconocer que llegué a esta conclusión cuando estaba terminando mi cuarto vodka…


Estaba pidiendo un quinto vodka cuando entró en el bar un joven de unos 25 años cuyo aspecto le delataba como reportero y español. Treinta años de reportero en conflictos me han enseñado algunas cosas importantes. Una de ellas es que esos chalecos “de reportero”, con muchos bolsillos y color caqui, quedan muy bien en las pelis americanas. Como también quedan preciosas las maletas metálicas para llevar tus cámaras…Pero cuando lo que quieres es no llamar la atención, ese chaleco y esa maleta sólo dicen dos cosas: el primero que eres periodista y el segundo parece llevar un cartel que dice: “por favor, róbame”. Pero su inocencia me cautivó e inmediatamente le invité a sentarse conmigo y hablar de lo que hacía en aquel infierno.


Se llamaba Alberto y era un freelance que intentaba conseguir alguna foto interesante. Pero lo malo era que intentaba conseguir su objetivo sin mancharse su precioso chaleco de reportero. Es decir, que no estaba muy dispuesto a correr demasiados riesgos. Divertido con tanta inocencia le propuse que me acompañase aquella tarde a Beirut este, la zona musulmana. “¿No te parece demasiado peligroso…?” – me respondió. Le tranquilicé diciendo que el corredor verde, el enlace entre ambas partes de la ciudad, estaba en tregua con lo cual el riesgo de francotiradores era pequeño. Lo que no le dije era que nos metíamos de lleno en el feudo de Hezbollah y Amal, las dos milicias chiítas que habían descubierto en el secuestro de occidentales una mina de oro. La verdad es que su candidez me conmovía.


Nos pusimos en marcha tras un breve almuerzo. Cruzamos la línea verde sin problemas y comenzamos a callejear por aquella zona que más bien parecía un decorado de Hollywood sobre una película del Armagedón, del final del mundo. Todos los edificios estaban desmoronados o en llamas. Lo agujeros de proyectiles no respetaban nada y el sufrimiento se palpaba en toda la población.


Caminando y charlando, mi joven compañero no se percató de que cada vez se veían menos mujeres en la calle y que los hombres que deambulaban ociosos vestían de negro riguroso, llevaban turbante y además lucían largas barbas. Por si aquello no fuera suficiente, todos mostraban en sus frentes un feo callo. Ese callo es el “zebib” y es el resultado de tantas horas orando y dando con la frente en el suelo. Entre los fieles musulmanes es motivo de prestigio y respeto. A mí, personalmente, siempre me pareció horroroso y absurdo…


Permitidme hacer aquí un pequeño inciso para una reflexión personal acerca de las religiones. Líbano tiene parte de su población cristiana y parte musulmana: Lo mismo sucede en Siria aunque allí los cristianos son franca minoría. Pues bien, viajando por Líbano te das cuenta al instante de si estás en zona musulmana o cristiana. Si ves grupos de jóvenes, alegres, divirtiéndose, novios con sus novias de la mano, estás en zona cristiana. Si ves pocas mujeres y las pocas que ves van de negro y tapadas hasta la coronilla y además van caminando detrás de algún hombre, manteniendo una distancia de “respeto”, estás en zona musulmana. Creo que no hace falta explicar dónde me siento más a gusto yo…


A pesar de su candidez, mi joven compañero se percató de la situación, así que no tuve más opción que decirle la verdad. “Estamos en el barrio chiita de Hezbollah…” – le expliqué. Me miró ”ojiplático” (palabra que me acabo de inventar). Creo que no sabía bien si le estaba tomando el pelo o si, por desgracia, le decía la verdad. Tras unos instantes para intentar tranquilizarle un poco, sin éxito, me percaté de que un joven nos miraba extrañado desde una prudente distancia. Luego me explicó que no podía creer que fuéramos tan insensatos de estar allí, en plena boca del lobo chiíta…Y más aún con mi pinta de guiri.


Con prudencia se aproximó y regalándonos una amplia sonrisa, se presentó. Una vez le quedó claro que estábamos allí con pleno conocimiento de la realidad (al menos yo; no mi pobre amigo reportero con su chaleco caqui), nos informó de que era peligroso estar en esa zona, y más aún en ese momento, puesto que comenzaba a caer la noche. “Me llamo Ahmed y vivo aquí cerca. Os invito a tomar un té con mi familia…” – ofreció con la generosidad que sólo tienen los que nada poseen. Mi amigo respondió con un NO rotundo y hablándome en español para que Ahmed no entendiera, me suplicó que nos marchásemos tan rápidamente como nuestras piernas nos permitieran. “¿Estás loco?” – me espetó con ansiedad. “Pero tío….que estamos en pleno feudo de Hezbollah!!!”


Parece mentira la capacidad de desarrollar un sexto sentido que adquirimos las personas ante las circunstancias adversas. Por aquel entonces yo llevaba muchos años cubriendo los conflictos más complejos de medio mundo. No hacía ni un año que había regresado de las montañas de Afganistán donde pasé tres semanas con los talibanes fotografiando los combates más encarnizados entre la guerrilla y las tropas de la URSS. Siempre he sido freelance y por lo tanto nunca he tenido a ningún medio de comunicación velando por mí. Si me secuestraban no tendría a ningún periódico para pagar mi rescate. Y esta forma de trabajar acaba por proporcionarte un sexto sentido ante la gente con que te relacionas. Desde el primer momento supe que Ahmed era un simple buscavidas, pero no un secuestrador. Un joven sin presente ni futuro que veía en un par de guiris la posibilidad de llevar a su casa unos dólares que tan necesarios le eran.


Tras convencer a mi amigo de que no corríamos peligro (algo que ni yo mismo me creía) fuimos a la casa de Ahmed: una mísera chabola entre escombros, ratas y basura. Alrededor de una mesa de centro se apilaba toda la familia, comenzando por su madre, una mujer que a pesar de no pasar de los 40 años parecía una abuela, y cinco de sus seis hermanos. Tan pronto entramos mis ojos se posaron en una foto de un joven que mostraba una insignia con orgullo. Inmediatamente reconocí aquel emblema, pero me cuidé mucho de comentar nada ante mi amigo. Era el emblema de Amal, la milicia chiíta patrocinada por Siria y cuyo principal modus operandi, aparte de la guerra, era el secuestro de occidentales.


Tras ofrecernos las dos sillas en mejor estado se apresuraron a servirnos un poco de ese maravilloso té que beben los árabes y que significa todo un gesto de hospitalidad; más aún viniendo de una familia en la que no sobraba nada, Pero mi amigo no me permitió disfrutar de aquellos momentos de esparcimiento social. Su ignorancia de las costumbres le hicieron ser grosero ya que la hospitalidad árabe es sagrada además de un auténtico placer para los solitarios que, como yo, nos pasamos la vida de aquí para allá. Esos momentos eran para mí lo más parecido a una reunión familiar. Pero, como digo, mi amigo me suplicaba que nos fuéramos al instante.


Ahmed se ofreció a guiarnos hasta Beirut oeste por vericuetos que sólo un lugareño conocía y que nos aseguraba librarnos de indeseables. Por el camino le hice una oferta de trabajo que no pudo rechazar. Le conté mi historia de la monja española y le ofrecí que me hiciera de guía sin fijar una cifra por sus servicios. Accedió inmediatamente y, tras quedar para el día siguiente en el hotel Confort a las 6 de la mañana, nos despedimos afectuosamente. Una vez a solas mi amigo me comentó: “¡Qué bien lo has hecho! Menos mal que se ha creído lo del viaje a la Bekaa…”. Cuando le respondí que era una oferta real me miró estupefacto. “¡Estás loco!” – fue todo lo que pudo responderme. Incluso le ofrecí que viniera conmigo y que dividiríamos los beneficios a partes iguales. Ya os podéis imaginar su respuesta.


Debo reconocer que aquella noche no pude pegar ni ojo. Tenía demasiado miedo. El vodka ruso ayudaba pero no lo suficiente. Y así, entre copa y copa, trascurrió la noche más larga de mi vida. Y cinco minutos antes de las 6 AM, Ahmed me esperaba en la puerta del Confort. Antoine tuvo la gentileza de salir a despedirse de mí, lo cual me preocupó todavía más. “Estás loco…” . me dijo una vez más.


Optamos por coger un taxi para recorrer los poco más de 100 kilómetros que nos separaban de las plantaciones. Sin embargo, en ese corto recorrido, al menos 10 puestos de la muhabarrak nos aguardaban. No obstante, no era ese el recorrido que me preocupaba más. Yo sabía demasiado bien que era a partir del último pueblo de mi destino hasta llegar a las aldeas cristianas donde se cultivaba cannabis, donde el auténtico peligro acechaba: Hezbollah y los agentes más suspicaces de la muhabarrak.


Efectivamente, aunque nos llevó cerca de 8 horas recorrer aquella distancia por culpa de tantos controles, pasábamos todos con bastante facilidad. Y aquí tengo que agradecer al Real Madrid parte del éxito. Lo árabes son verdaderos forofos del fútbol; y casi todos del Real Madrid. Eso sin contar que hasta que José María Aznar se hizo la infame foto de las Azores con Bush diciendo que España encabezaba la guerra contra Irak, los árabes adoraban a los españoles. En cualquier país árabe el simple hecho de ser español te abría todas las puertas. Desde aquel inolvidable día en el que Aznar declaró la guerra a nuestros hermanos árabes la cosa cambió radicalmente. Vi con mis propios ojos a muchos de ellos llorar como niños incapaces de comprender nuestra traición. Lo podían esperar de cualquier país occidental; pero jamás de España. Los que nos hemos pasado media vida trotando por oriente sabemos bien las consecuencias de aquella infamia. España pasó de ser un país hermano a un enemigo declarado. Muchas gracias, José María…tienes un sentido de la diplomacia impecable….


Pero volvamos al Real Madrid y al papel decisivo que jugó en mi camino a la Bekaa. Justo un poco antes de mi viaje, el jugador Emilio Butragueño había sido portada de varias revistas porque en una jugada se le salieron sus vergüenzas y un habilidoso fotógrafo captó aquel momento con asombrosa nitidez. La fotografía mostraba claramente aquellas pelotas acompañadas de un generoso pene volando al viento. Fue motivo de cachondeo general en toda España y a mí se me ocurrió la idea de llevarme la revista Interviú conmigo en mi viaje ,intuyendo que podría sacarle algún partido. Y así fue. En cada checkpoint yo siempre llevaba la conversación al tema del fútbol y tan pronto decía que era de Madrid todos los muhabarraks se volvían locos de alegría hablando de su equipo favorito. No tengo ni tenía idea de ese deporte que nunca me ha divertido pero evidentemente yo les seguí el juego mostrando incluso más interés que ellos. Pero cuando sacaba la revista y les mostraba a Butragueño con el escroto al aire, se producía un auténtico shock. Me la arrancaban de las manos e incluso llamaban por radio a otros compañeros para contarlo. No os voy a aburrir con detalles pero sí puedo y debo decir que desde aquel día soy fan del Buitre…


Por fin llegamos al último punto al que se podía llegar con un transporte público. A partir de allí entraba en zona prohibida en la que Hezbollah controlaba todo lo que se movía. Era cuestión de poco tiempo que se enterasen, si es que no lo sabían ya, de que un fotógrafo occidental andaba suelto por su territorio. Y era cuestión de tiempo el secuestro. Habíamos llegado a una aldea cristiana y tan pronto dejamos el taxi, buscamos un teléfono público y llamé a mi contacto. Mohamed era su nombre y me indicó que le esperara en un lugar concreto de la aldea y que en menos de media hora pasaría a recogerme.


El lugar donde debía esperarle era algo así como el equivalente a un bar en España. Era el único punto de vida social de la pequeña aldea cristiana. Eran cultivadores de rojo libanés y en pocos minutos me ofrecieron de comer, beber y fumar. Me dieron un exquisito pan de pita con queso, vino blanco, olivas y una cachimba de polen exquisito. Mi acompañante, Ahmed, declinó dar unas caladas alegando que su religión no se lo permitía. Así que pasamos el tiempo en agradable charla con los lugareños hasta que finalmente pude ver por la ventana cómo se aproximaba una ambulancia de la Luna Roja dejando tras de sí una gran polvareda. Me apresuré a salir para recibir a mi contacto. Paró el coche a mi lado y sin salir me indicó que entráramos. Nos subimos en la parte trasera e hicimos las correspondientes presentaciones. Mohamed venía con un amigo, un tiarrón de casi 1,90 metros y piel muy oscura. Por el contrario, mi contacto era un hombre joven , de pelo rubio y ojos claros (como la mayoría de los árabes puros) y aspecto refinado. Ambos me cayeron muy bien desde el primer instante. Como ya conocían mis intenciones, nos pusimos a trabajar de inmediato. Teníamos muy claro que cada minuto allí era un riesgo demasiado grande.


Los campos de cultivo estaban cerca. Sin embargo, con el objeto de evitar problemas, me tumbé en la camilla de la ambulancia y me cubrieron con una sábana blanca. En caso de encontrarnos con la muhabarrak o Hezbollah dirían que era un cadáver; uno más de los miles que se producían por la guerra cada semana. Afortunadamente no tuvimos ningún encuentro porque de haberlo tenido, creo que mi corazón se habría desbocado tanto que podría escucharse a metros de distancia.


Cuando finalmente paramos y me indicaron que saliera, el panorama que se abría ante mis ojos, llegando hasta el horizonte, era de una singular belleza que nunca podré olvidar. Tratad de poneros en mi piel. Plantaciones interminables de rojas plantas que se extendían hasta la mítica ciudad romana de Baalbek, otrora una imponente metrópolis del Imperio. Todo era rojo; desde las matas hasta la tierra. Era como si la sangre de tantos miles de seres humanos regara aquellas planicies interminables. El sol comenzaba declinar , tiñendo aún más de cálidos colores aquella tierra de promisión.


Me bajé feliz como un crío. Las matas eran pequeñas, no más de un metro de altura, y sangraban resina por tanto estrés hídrico, por falta de agua. El cannabis es allí una planta de secano y, precisamente por esa razón, se cosecha tan pronto. Por ese motivo, las matas son tan pequeñas, y por esa causa sudan tanta resina. Es su forma de defenderse de las duras inclemencias del entorno. La fragancia que despedían era tal, que desde la distancia se percibía su aroma inconfundible: almizclado y dulzón. ¡Por fin conocía el mítico rojo libanés! Del que tanto había escuchado hablar pero que nunca había visto o probado. Jamás olvidaré aquellos instantes.


Me puse a fotografiar todo lo que pude. Al fondo pude ver un pequeño grupo de campesinos cristianos que cosechaban todas las plantas apilándolas en un remolque tirado por un tractor. Me acerqué a ellos y me hice la fotografía que publicamos. Aprovecharon mi presencia para fumar un canuto conmigo y quejarse del injusto diezmo que los barbudos de Hezbollah les hacían pagar por el derecho a cultivar sus tierras, las tierras de sus antepasados desde que los faraones reinaban en el vecino Egipto. Desde que se construyera la primigenia Jerusalén, desde que los emperadores romanos deambulaban por esa roja tierra y disfrutaban de la golosa resina de sus plantas. Fui consciente de que tenía ante mis ojos un pedazo de la historia que pocos podían presenciar.


No podíamos demorarnos más, así que tan pronto les dije que ya tenía material gráfico suficiente partimos hacia otra aldea en la que mi contacto tenía una vivienda. El plan era pasar allí la noche y salir para Beirut al día siguiente a primera hora. Nos pusimos en marcha por senderos seguros y pronto llegamos a la casa de mi contacto. Aparte de la entrada propiamente hablando, la vivienda tenía a un lado una reja metálica propia de un garaje. No recuerdo cómo salió el tema pero antes de entrar mi contacto me preguntó si me había quedado contento con el trabajo. En ese momento yo me había sentado al lado de la verja. Le respondí que sí, pero que me hubiera encantado haber tenido la oportunidad de fotografiar algún alijo importante.


Me respondió con una sonrisa cínica que iluminó mi corazón. “Anda, levanta…” . me indicó señalando al portón. Sin añadir nada más, abrió el candado y subió la verja. Fue entonces cuando comprendí que mi contacto era un traficante…y no uno cualquiera: uno de los importantes. Tanto mi cara como la de Ahmed reflejaron nuestra sorpresa cuando yo exclamé: “¡hostiassss! ¿Qué coño es esto?” Ante mis ojos se habría un local de unos 500 metros cuadrados literalmente cubierto de polen rojo. Eran toneladas y más toneladas…Las paredes estaban recubiertas del fino polvo y era imposible caminar sin pisarlo. De hecho no exagero al escribir que probablemente estábamos caminando sobre uno palmo de rojo libanés. No podría calcular cuantas toneladas se acumulaban en aquel viejo garaje pero sí puedo jurar que nunca antes había visto una cantidad semejante.


En alguna esquina había también algunas plantas secas a las que todavía no habían apaleado para sacar el polen. Precisamente en la foto que publicamos en este reportaje sale la portada mi libro “El barril de Diógenes” y en ella aparece mi amigo Ahmed con algunas de esas plantas. Yo apenas podía contener mi júbilo..Era el broche final a un trabajo impecable que me traería grandes beneficios y mucho prestigio. De hecho fue publicado por varios medios de comunicación. Jamás olvidaré a ese canalla de agradable sonrisa y mirada inteligente que tanto me ayudó. De no ser por él no seguiría vivo para escribiros este reportaje.


Era ya tarde y había que madrugar. Por lo tanto decidimos irnos a dormir pronto. Mi contacto nos acompaño a nuestra habitación; una estancia de grandes dimensiones y trechos altos decorada con papel de pared del estilo de los años 60. Todo era anticuado pero confortable y seguro. Además yo estaba hasta las orejas de felicidad y creía que nada podía superar aquellos momentos. Me equivocaba…En Oriente Medio todo puede cambiar en unos instantes. A veces para peor y a veces para mejor. Afortunadamente en esos momentos a mí me sonreía la Diosa Fortuna quién, adoptando la forma de un conductor de una ambulancia de la Luna Roja, había decidido colmarme de parabienes y felicidad aquel día.


Como mi contacto era musulmán, en su casa no había alcohol así que me preguntó si queríamos comer algo antes de dormir. Estábamos muy cansados y declinamos su oferta. No obstante, en aquellos momentos me vino a la mente una “leyenda urbana” que pocos conocían. Efectivamente, entre los adictos a la heroína de aquellos fatídicos años, corría el rumor de que en realidad, la heroína blanca más pura del mundo no provenía del mítico Triángulo de Oro, sino del Líbano. Una de las penas que me ha tocado vivir a lo largo de mi existencia ha sido precisamente el caballo. La heroína es un estupefaciente que llena todos mis parámetros de placer. Pero por desgracia no es compatible con la vida así que, aunque la probé y consumí en alguna ocasión, pronto supe que era algo a lo que no tenía que acercarme nunca más.


Sin embargo, le pregunté al respecto. Quería saber si la leyenda era eso, una leyenda, o si había algo de cierto en ello. Una vez más me dedicó su cínica sonrisa, salió de la estancia para regresar un minuto después con una bolsita repleta de heroína pura de blanco inmaculado, y una bola de opio de la Bekaa. Olisqueé el caballo y me puse un poco en la lengua para comprobar su pureza. En efecto, aquello no era una leyenda; aquello era el Diablo disfrazado de nieve…Sin embargo, decidí fumar un poco de ese opio. Me facilitó una cachimba especial, le metí tres caladas y…¡No tengo palabras para expresar el inmenso placer que experimenté! Ruego a mis lectores que no se acerquen a nada que tenga que ver con esa droga. Alejaos de ella tanto como podáis. Es demasiado placentera y se necesita mucha fuerza para rechazarla. Es mejor huir como un cobarde que morir como un valiente.


En aquellos oníricos momentos me sentía como en uno de los relatos de Rudyard Kipling. Me venía a la cabeza su maravilloso relato “El humo azul” en el que describía con suma maestría el submundo de los fumaderos de opio en la India. Fumaderos que he conocido y frecuentado en mi juventud y que ahora tan sólo forman parte de un pasado que no se puede revivir. ¿Por qué todo lo que más me gusta es pecado, malo para la salud o ilegal? ¿O las tres cosas? ¿Por qué será malo el bacon y no las tristes acelgas? Quien afirme que la Creación es perfecta se equivoca…


Ya me había metido en mi cama cuando escuché un estrepitoso ruido, como el de algo muy pesado y duro estrellándose contra el suelo. Miré a Ahmed extrañado justo a tiempo para percatarme que una bola de aproximadamente medio kilo de rojo libanés que llevaba escondido entre su ropa se le había caído y producido el sordo sonido que había escuchado. Yo le miré estupefacto; él me miró con cara de niño a quien acaban de sorprender con las manos metidas en un pastel prohibido. Durante unos segundos ninguno de los dos pudo articular palabra. Yo estaba demasiado sorprendido y él demasiado avergonzado.


Mi sorpresa provenía del hecho de que aquel chiíta había alardeado ante mí de musulmán riguroso que desdeñaba los mundanos placeres. Y mi enfado, del saber que había robado a mi contacto. Medio kilo para mi contacto no era nada. Pero robar es robar. Se deshizo en disculpas y explicaciones pero finalmente todo se reducía a que el pobre infeliz nunca disponía de un maldito dólar para gastar en los placeres de la vida. Y dado que para un joven musulmán follar, más que un pecado es un milagro, aquel polen colmaba todas sus expectativas de un inmenso placer durante mucho tiempo. Tras mi primer enfado y consiguiente reproche, acabé por compadecerme del pobre infeliz. Pero le torturé un poco antes de perdonarle. “No se lo voy a decir a mi contacto…” – le dije para tranquilizarle. “Pero sí se lo voy a cascar a tu madre tan pronto regresemos…”. añadí regocijándome cruelmente con mi amenaza. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su rostro reflejaba verdadero miedo. “No, por favor, me va a matar a collejas…” . suplicó ante mi amenaza. Creedme que la imagen de aquel hombre, nacido y criado en medio de una de las guerras más crueles que he visto, aterrado ante la idea de su madre castigándole, me hizo reír hasta que las lágrimas me empañaron los ojos. Jamás olvidaré aquella estampa: un tío curtido en mil combates, frente a mí, luciendo unos agujereados gayumbos que parecían sacados de unos dibujos de Homer Simpson, y temblando como un flan…¡Coño, qué risa!


“Anda, hazte un porro y vamos a dormir” –e le dije. Me hizo jurarle y perjurarle que aquello quedaría entre nosotros. Tras tranquilizarle como tantas veces he hecho con mis hijas cuando eran pequeñas, logré calmarlo y nos fuimos a dormir. Al menos hasta las 5 AM, hora en la que, una vez más, me despertó Ahmed intentando rezar de cara a la Meca.”¡Ni se te ocurra!” – le grité. “Vuelve a dormir o mañana me chivo a tu madre…”


Una hora después mi contacto nos avisó. Era hora de ponerse en marcha. Tras un breve desayuno a base de te y un poco de queso, nos montamos en la ambulancia y emprendimos el viaje hasta un lugar desde donde Ahmed y yo tomaríamos otro taxi para regresar a Beirut. Sin embargo, aquel trayecto me tenía preparado unos momentos de pánico. En efecto, la pésima conducción de los libaneses unida a la anarquía reinante en la zona y la absoluta falta de señalización, cusan unos atascos descomunales. De improviso, un destartalado Mercedes que circulaba justo delante de nuestra ambulancia, paró en seco y un barbudo de Hezbollah salió con los ojos inyectados en sangre y empuñando un kalasnikov, quizás el arma más eficaz que yo haya probado en toda mi vida. Sin mediar palabra nos encañonó y comenzó a disparar ráfagas hasta terminar el cargador. Una de las virtudes de este fusil de asalto es que jamás se atasca, por muchos proyectiles que se disparen.


Cuando yo creía que el corazón me iba a explotar mientras pensaba que finalmente me iban a secuestrar o asesinar, me di cuenta de que mi contacto no se inmutaba. De hecho me miró y me dijo que estuviera tranquilo, que no pasaba nada. Y efectivamente el jodido barbudo volvió a meterse en el coche y prosiguió su marcha. Unos instantes más tarde y tras comprobar que ninguno estábamos heridos y que ni siquiera el vehículo había recibido ningún impacto, pude articular unas palabras para preguntar. Sin la menor emoción, mi amigo me explicó que era la forma habitual de quitarse el estrés cuando el tráfico era demasiado insoportable. El barbudo se había apeado del coche, había descargado todo un cartucho de su AK-47 justo por encima de nuestras cabezas, y todo había sido una inocua manera de quitarse el estrés. Estas cosas sólo suceden el aquella zona del mundo. Uno de los muchos encantos de Líbano…


El regreso a Beirut estuvo exento de problemas reseñables en este reportaje. Cuando finalmente llegamos, Ahmed me dio la mano sin pedirme ni un dólar por sus servicios. Pensaba que con el mero hecho de no contar nuestro secreto había recibido más de lo que se merecía. Durante unos instantes le seguí el juego. Pero finalmente, ya cuando se alejaba, le llamé. Me quedé mirándole a los ojos y le extendí mi mano. Me la estrechó con gratitud, y cuando le saqué un billete de 100 dólares casi se pone a llorar de la emoción. “¡Alhandulilláh! (bendito sea Alá) – exclamó. Me abrazó de nuevo y me dijo: “Shokran (gracias) hermano. Con este dinero mi familia vivirá bien durante dos meses”. Le miré a los ojos y sentí una ternura indescriptible. Había confiado desde el principio en un hombre del que ningún occidental en su sano juicio se hubiera fiado jamás. Mi sexto sentido había funcionado a la perfección. “Quizás volvamos a vernos…” – respondí con unas secas palabras que pretendían ocultar la emoción que me embargaba. “Inchalláh (si Ala quiere)” , me respondió. A continuación se dio la vuelta y se perdió entre los edificios en ruinas de Beirut.


Ahmed me había dejado a pocos metros del hotel Confort. Cuando Antoine me vio entrar, me regaló una amplia sonrisa, me señaló la entrada al bar e indicó al camarero que me abriera una botella de su mejor vodka ruso. “Vuelve usted a tener crédito en mi humilde negocio, Monsieur Marín.” Agradecido me senté en la barra y comencé a disfrutar de aquel momento. Apenas había comenzado cuando Alberto, con su impecable chaleco de reportero, apareció, y al verme se alegró tanto que casi me tira la copa en su efusivo abrazo. “¡Qué suerte has tenido, cabrón!” – me dijo. Quise responderle que no todo era cuestión de suerte y que en aquella tierra olvidada del Creador, nada era lo que parecía. Quise explicarle que si no aprendía pronto a seguir su intuición no iba a entender jamás por qué el Oriente Medio era el corazón del mundo y que entre tanta sangre derramada había brotes de piedad que daban sentido a la vida. Pero opté por callar, pedir al camarero otra copa y beber con él.


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